17 de Agosto 2004

EL PODER DE LA ESCRITURA

Mario Goloboff - La Nación - 30.05.04
En la obra de Kafka, las acciones humanas parecen no obedecer a otra lógica que la del deterioro de toda convivencia civilizada

Ni los rudimentos del marxismo, orgullosamente cultivados al salir casi de la infancia, ni el estudio de las así llamadas ciencias jurídicas y sociales durante la juventud, ni la frecuentación de textos teóricos o de ficción acerca de realidades ajenas o propias, ni las aciagas vivencias afuera y aquí me revelaron tanto sobre las inconsecuencias de la sociedad argentina como la lectura precoz e insistente de los textos de Franz Kafka.

La capacidad para la autodestrucción sistemática y obcecada de valores y de bienes que se observa y sorprende en nosotros, no sólo en años que precedieron a la última dictadura sino también en los que sobrevinieron a ella, parece un esbozo, un proyecto de alguno de los grandes textos kafkianos. Y el cenit que dicha capacidad alcanzó durante esa incalificable etapa acepta, no sin sarcasmo, representarse en el nombre que ella misma se dio y con el que fantasmáticamente ha pasado a la historia: involuntaria pero terrible adopción de uno de los títulos mayores del escritor checo, El proceso.

La explicación de aquellos paralelismos entre las capacidades de las naciones para minar lo que construyen y su representación en una obra literaria, respuesta que he tratado de encontrar a lo largo del tiempo, supone que Kafka conoció como pocos, y desde sus entrañas, el laboratorio donde se urdían los controles y las represiones del Imperio Austro-Húngaro, diferente sólo en grado de los totalitarismos que cubrirían el siglo XX. En tal sentido, ecos mutuos se encuentran entre ciertas fantasías kafkianas y las descripciones aparentemente más realistas de Robert Musil, el autor de El hombre sin cualidades: "La constitución era liberal, pero el régimen clerical. El régimen era clerical, pero los habitantes librepensadores. Todos los burgueses eran iguales ante la ley, pero, justamente, no todos eran burgueses...". Sólo Kafka, sin embargo, puede distanciarse imaginativamente tanto del lugar, desbaratar la cronología y, soportando la misma situación, en un medio aún más sometido, escribir: "El Imperio es eterno, pero el Emperador vacila y se cae; dinastías enteras se derrumban y mueren en un solo estertor. De esas batallas y esas luchas no sabrá nada el pueblo: es como el retrasado forastero que no pasa del fondo de una atestada calle lateral, mientras en la plaza central están ejecutando a su rey". ("La edificación de la muralla china")

En la obra de Kafka, las acciones humanas parecen no obedecer a otra lógica que la del deterioro de toda convivencia civilizada, como camino que conduce a la destrucción de la propia especie. Un poder omnímodo y secreto rige, mediante leyes que los particulares ignoran, la vida, la libertad y las propiedades del mínimo hombre. Los artefactos para dominarlo son diversos e infinitamente variados: jaulas, trapecios, rastras cuyas agujas escriben sentencias en el cuerpo del condenado, laberintos, socavones, pasillos, murallas, rituales cuyo sentido, si alguna vez lo tuvieron, ya nadie recuerda.

Esas máquinas son diversas pero su finalidad es la misma: confundir, perturbar, humillar, someter a la víctima, que es siempre un representante de los seres comunes, por medio de "la justicia de los desvanes". Por otra parte, aquel complicado aparato, la rastra (descrita golosamente en el cuento "En la colonia penitenciaria"), se parece demasiado a una fábrica de escritura: mediante el procedimiento de la alusión, tan caro al autor, la imagen estaría sugiriendo que también ella puede someter, y no liberar, a los hombres.

La parábola del sujeto detenido de pie durante toda su vida ante las puertas de la ley, sin que éstas lleguen a abrirse hasta el momento de su muerte ("Ante la ley"); la ocupación del territorio del reino por "bárbaros del Norte", que no se comunican con los habitantes del país invadido simplemente porque carecen del don del lenguaje ("Un viejo manuscrito"); el antiguo caballo de Alejandro de Macedonia, admitido y admirado abogado en la Corte ("El nuevo abogado"); Joseph K, apresado por un crimen que ignora (El proceso) son otras tantas variaciones mordaces sobre el uso maniático del poder y el manejo discriminatorio de la ley "que debería ser siempre accesible para todos".

Pero antes que lo simbólico o lo alegórico, lo que preside los textos es su voluntad literaria. La ensayista francesa Marthe Robert, traductora y una de las mayores estudiosas de la obra de Kafka, afirma que "lo que para él cuenta es una visión, un cierto movimiento de las imágenes y de las palabras, cosas todas que no es posible en ningún caso reducir a conceptos y que sólo la literatura posee la facultad de juzgar". Así, no menos literarias que su puntilloso Diario (que llevó con altibajos entre 1910 y 1923, y donde hay consideraciones de todo tipo, desde familiares y amorosas hasta lingüísticas y sociales) son sus tenaces cartas, aquellas enviadas a Felice Bauer y a Milena Jesenská y, sobre todo, la célebre Carta al padre, monumento de trabajo con el significante para hacernos tomar por un monstruo lo que quizás no fuera más que una autoridad rigurosa como la de tantos otros progenitores.

Suele tenerse la idea de un Kafka puramente "intelectual", de acuerdo con el cliché consagrado del intelectual: débil, enfermo, cerebral, quieto. Los más cercanos biógrafos y su propio Diario contradicen palmariamente esa deformada imagen. Por un lado, es uno de los escritores en quien más se percibe la descarga física, corporal, motora, "pulsional", que lo lleva a escribir. "Se puede distinguir perfectamente en mí -asienta en el Diario a principios de 1912- una concentración en beneficio de la literatura. Cuando se volvió evidente en mi organismo que la orientación de mi naturaleza hacia la creación literaria era la más productiva, todo se comprimió en esa dirección y dejó desiertas aquellas aptitudes que se dirigían hacia los placeres del sexo, de la bebida, de la comida, de la reflexión filosófica y, en primerísimo lugar, de la música. Yo enflaquecí por todos esos lados." Además, se sabe que era buen jinete, infatigable remero, nadador, vegetariano, naturista, nudista. Hay quien deja entrever que sus enemistades con la alopatía hicieron que se descuidase y agravara así su enfermedad pulmonar.

Se integran bien en esas militancias su rechazo de la profesión de abogado (luego de un corto ejercicio signado por la preocupación social en la atención de enfermedades y accidentes del trabajo), sus simpatías hacia el anarquismo de Kropotkin, sus diferencias con el sionismo, y un judaísmo bastante singular, edificado entre una educación casi agnóstica y el deseo de pertenencia a una cultura fundamental. Habitante de Praga educado en la lengua alemana, antiberlinés en extremo, preocupado por la cultura y la lengua checas, Kafka es también la síntesis de conflictos tremendos que atraviesan su tierra, su familia, su persona, y que él asume, como a todo el contexto, en su cuerpo. Ese cuerpo, depósito de enfermedades que lo conducirán a una prematura muerte a la edad de 41 años, es también la fuente de esa infatigable energía que lo hace escribir, como él sostiene, por sobre todas las cosas, "para comenzar mi verdadera vida, en la cual mi rostro podrá al fin envejecer naturalmente con los progresos de mi obra". Y construir dicha obra que, a pesar de habernos llegado trunca, es la pieza literaria por antonomasia del siglo XX: caótica, extraña, poderosa, infinita, espejo deforme del mundo, su copia real y, a la vez, su mimesis falaz.

En un memorable trabajo titulado "Kafka y sus precursores" (publicado inicialmente en LA NACION el 19 de agosto de 1951), Jorge Luis Borges, alteró también, como tantas ideas recibidas sobre la creación literaria, las nociones de "fuente" e "influencia". Sostuvo entonces que la paradoja de Zenón contra el movimiento anticipa por su forma a El castillo, que "el móvil y la flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura" y que en famosos apólogos orientales, en Kierkegaard, en Browning, en Leon Bloy, "en textos de diversas literaturas y de diversas épocas" se reconoce la voz de Kafka.

Estas afirmaciones, que resultan singularmente ciertas para el pasado, lo son todavía más para la posteridad. Grandes espíritus literarios del siglo (Walter Benjamin, Hermann Broch, Thomas Mann, Elías Canetti, Isaac Bashevis Singer, Maurice Blanchot, Vladimir Nabokov, Primo Levi, Italo Calvino, el propio Borges, entre muchos otros) se sintieron profundamente afectados por Kafka y hay en sus creaciones huellas indelebles de tal magisterio. A no dudarlo, mientras el mundo continúe y con él, algo de la literatura, ésta seguirá llevando su marca.

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Escrito por Martín a las 17 de Agosto 2004 a las 03:25 PM
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