25 de Agosto 2004

Chicos de la calle

Testimonio
En el lejano país de la intemperie
Por Alberto Morlachetti
Responsable de la obra Pelota de Trapo

A orillas de la fiesta, fuera del edificio inhabitable en la intemperie del mundo vivía José. Pocos se preguntaban por qué casi no aparecía por la escuela, y cuando lo hacía no lograba aprender. Era apenas un poquito más alto que su ausencia cotidiana. Un día la tristeza creció más que sus ojos, se le hizo adulta, demasiado grande para ser de sus diez años y sin querer contar, contó. Contó que su padre se había ido de la casa y su madre estaba enferma, por eso él cuidaba de ella y de un hermanito de once meses.
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La madre de José, endeble belleza tallada por la pena, había enloquecido. Le hablaba en un frondoso idioma de desesperaciones y nostalgias que sólo él comprendía y en el que había aprendido a descubrir destellos de una olvidada ternura, los rasgos de un amor indefenso bajo el traje grotesco del delirio. En el momento álgido de la crisis una tía intentó hacerse cargo, el padre se asomó como una sombra pasajera con unos pocos pesos. Pero muy pronto ambos se alejaron, llevados por sus propios pesares. Una mañana, cuando iba para la escuela José se distrajo al cruzar las vías y el cielo y la tierra se le hicieron pedazos, tal vez sin que él se diera cuenta que la vida había pasado sin haberle dado nada.
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Así de corta, así de poca cosa fue la historia de un niño, sujeto de inalienables derechos reconocidos, sancionados y promulgados en leyes y convenciones internacionales. Es verdad, pudo haberle pasado a cualquiera; pero el problema, el drama es que siempre les está pasando a ellos. Nada ocurre por casualidad en el país de la miseria. Allí es más amenazante el horizonte, más terrible y despiadado el cielo. Más desalentador el otoño, muchísimo más triste la tristeza.
.<< Comienzo de la notaA orillas de la fiesta, fuera del edificio inhabitable en la intemperie del mundo vivía José. Pocos se preguntaban por qué casi no aparecía por la escuela, y cuando lo hacía no lograba aprender. Era apenas un poquito más alto que su ausencia cotidiana. Un día la tristeza creció más que sus ojos, se le hizo adulta, demasiado grande para ser de sus diez años y sin querer contar, contó. Contó que su padre se había ido de la casa y su madre estaba enferma, por eso él cuidaba de ella y de un hermanito de once meses.
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La madre de José, endeble belleza tallada por la pena, había enloquecido. Le hablaba en un frondoso idioma de desesperaciones y nostalgias que sólo él comprendía y en el que había aprendido a descubrir destellos de una olvidada ternura, los rasgos de un amor indefenso bajo el traje grotesco del delirio. En el momento álgido de la crisis una tía intentó hacerse cargo, el padre se asomó como una sombra pasajera con unos pocos pesos. Pero muy pronto ambos se alejaron, llevados por sus propios pesares. Una mañana, cuando iba para la escuela José se distrajo al cruzar las vías y el cielo y la tierra se le hicieron pedazos, tal vez sin que él se diera cuenta que la vida había pasado sin haberle dado nada.
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Así de corta, así de poca cosa fue la historia de un niño, sujeto de inalienables derechos reconocidos, sancionados y promulgados en leyes y convenciones internacionales. Es verdad, pudo haberle pasado a cualquiera; pero el problema, el drama es que siempre les está pasando a ellos. Nada ocurre por casualidad en el país de la miseria. Allí es más amenazante el horizonte, más terrible y despiadado el cielo. Más desalentador el otoño, muchísimo más triste la tristeza.


La Nación
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Escrito por Martín a las 25 de Agosto 2004 a las 03:53 PM
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